Tres meses y aún no despierta. Camila empieza a pensar más de lo habitual hasta que su reflejo en la botella se desvanece.
– Ya es tarde señora – dice la enfermera de turno, mientras revisa las baterías de su linterna.
Camila levantó el rostro y quedó en silencio por un par de minutos. Ya no había más que pensar. Su hija podía morir esa misma noche o quizás la siguiente.
– Es el destino – repetía Camila una y otra vez como forzándose a asimilarlo.
– ¿Hoy igual Señora? ¿Hoy también se quedará? –dijo la enfermera en voz baja.
Camila le sostuvo la mirada y un segundo silencio se apoderó de la habitación. No podía dejar de recordar o pensar en aquellos momentos con su hija. Momentos en los que se alcanza tanta felicidad que uno se siente invencible, inmortal.
La enfermera dejó la linterna sobre una mesita de metal cerca la camilla donde estaba Lucía.
– Ya no la molesto más – le dijo, retirándose con una leve sonrisa de complicidad o cortesía.
Ella nunca lo supo, como tampoco supo por qué su única hija estaba postrada en esa camilla y aún no despertaba.
Luego que la enfermera dejara la habitación. Camila se acercó a su hija, la tomó de las manos y dejó caer varias lágrimas.
– No soporto verte así, hijita linda. No, no más. Pero por algo pasan las cosas. Es el destino – dijo Camila casi susurrando.
Cada vez que ella la veía al rostro no podía evitar esos recuerdos que para ella eran inolvidables. Ni el cansancio, ni sus setenta y tres años la iban a hacerla renunciar a ellos.
– Soy tu mamá y nunca dejaré de serlo. Siempre serás mi niñita– decía Camila con esperanza que Lucía la escuchará.
Era medianoche y todavía se notaban algunas luces por la ventana. Camila acostó su cabeza, pero nunca soltó las manos de Lucía. Trató de descansar, pero la realidad la golpeaba cada vez más fuerte.
– ¿Qué haré sin mi hijita? ¿Qué haré si nunca despierta? – se preguntaba Camila continuamente.
Trajo a su memoria aquel momento en que ambas hablaron del tema.
Un viernes, un viernes de visita.
– Mamá, ya llegué – gritaba lucía mientras abría la puerta con la llave que le había dado su mamá – Mamá, mamá – repitió un par de veces más.
– Estoy aquí Lucía, en mi cuarto – respondió alegremente Camila.
Lucía entró al dormitorio y como de costumbre empezó a contarle de su trabajo. A Camila le gustaba escucharla. Más que hacerla sentir útil, la hacía sentir su amiga.
Lucía le contaba sobre su nuevo jefe hasta que por circunstancias que no se pueden explicar se tocó el tema.
– ¿De qué vecino me hablas? – preguntó Camila.
– Del Don Juan ese, él que te viene a visitar – respondió Lucía alzando las cejas.
– ¿Del señor Víctor? Que Dios lo tenga en su Santa Gloria – dijo persignándose Camila. –El señor Víctor ha fallecido este martes. Reciencito ayer fue su entierro.
– Pero el Don parecía sano – dijo Lucía.
– Sí, pero así es el destino – añadió su mamá.
– ¡Ay mamá! Yo no sé qué haría si te pasa algo. Seguro que me mato – afirmaba Lucía.
– ¿Qué vas a hacer pues? Es el destino, No hay nada que se pueda hacer – dijo Camila levantándose de la cama.
No había pasado más de la una y en el pasillo del hospital discutían dos enfermeras. El cambio del turno se había demorado.
Camila se levantó, soltó las manos de su hija y cerró las cortinas. Luego de un momento ya no existía ruido alguno. Ni las voces de las enfermeras, ni el goteo del caño de la habitación de al lado. Poco a poco el cansancio la invadía. Su avanzada edad le empezaba a pedir un descanso.
La enfermera pasaba la última revisión a los cuartos. Dudando si era esa la habitación correcta entro para recoger la linterna.
– Disculpe vi la puerta abierta y no pensé que seguía despierta – dijo la enfermera de turno.
– No quisiera incomodar pero necesito la linterna que le dejó Susana – añadió.
– No se preocupe. Está ahí sobre la mesita – respondió Camila.
– Susana me conto su caso. Su hija tiene mucha suerte. Ya verá que se recuperará pronto. Usted necesita descansar – trataba de convencer, la enfermera.
La enfermera tomó la linterna y reviso que todas las ventanas estén cerradas.
– Buenas noches señora – dijo la enfermera, mientras salía de la habitación.
Camila trató de dormir una vez más, pero fue en vano. Solamente logró acordarse de cuando Lucía aún no nacía. Cuando ella la esperaba con ansias mirando su vientre abultado y pedía a Marcos, su esposo, que le tomara fotos cada mes. Cuando aprendió a decir mamá y cuando dio sus primeros pasos. Quedó dormida.
– Llamen al doctor, defunción a las tres horas cuarenta y dos minutos, causa por dos paros cardiacos con intervalo de ocho minutos – se escuchaba por los pasillos.
Lucía había dejado de respirar hace una hora aproximadamente y habían sedado a Camila para evitar que la noticia la altere.
Las personas salían y entraban de la habitación. Todos ahí por una muerte. Algunas personas tomando anotaciones y otras cuantas haciendo yo que sé.
Camila había quedado completamente dormida y no pudo ver, por última vez, a su hija hasta por la tarde. Tal vez fue el destino quien lo quiso así. Tal vez una recompensa a esos dos meses en el hospital o simplemente coincidencia.
Al despertar Camila, vio al doctor parado frente ella. No hubo necesidad de decírselo.
Camila no decía ni una palabra. No podía contener el llanto. Pero sí sentía paz. Dentro de sí tenía una sensación que la tranquilizaba. Trataba de recordar ese último momento en que hablaron. Pudo acordarse de la nota. De esa nota que le había dejado Lucía. La nota que su hija le escribió antes de tratar de quitarse la vida. Antes de tirarse de su departamento de Miraflores. Antes de caer en coma. Antes de todo.
La vida es la vida y la muerte eterna. Es el destino mamá.